Hoy soñé
contigo. Hacía mucho tiempo que tu imagen no ocupaba mi cabeza y ha sido en la
tranquilidad de la noche cuando has vuelto. Nos encontrábamos por la calle
después de muchos años. Tu vida no era muy diferente de la mía. Bien podrían
ser la misma. Tu estabas igual que siempre, con la sonrisa fácil, la mirada
intensa, pero a la vez cálida y cercana. Esa mirada en la que tantas veces me
fijé, y que aún es capaz de hacerse dueña de mi descanso. Me sonreíste,
hablamos un poco. Me dijiste que tu hijo se llamaba Aitor y después de unos
minutos nos despedimos.
Siempre fuimos
buenos amigos, nunca nada más. Tus chicos no se parecían a mí, siempre guapos,
bien arreglados y elegantes, igual que el marido que te acompañaba en mi sueño.
Pero nosotros quedábamos, charlábamos, nos reíamos y eso a mí me servía para
seguir alimentando un sueño, que años después se cuela en mi vida, ya sin la
fuerza de antes, pero con el recuerdo de esa edad en la que todo era posible,
en la que la vida se desplegaba ante nosotros con tantas
oportunidades como frustraciones, aunque para estas últimas aún estábamos
ciegos. Ciegos por la misma vida.
La universidad,
los años… nos separaron. No nos volvimos a ver. Y yo no he vuelto a saber de ti.
Solo se que tu hijo se llama Aitor. Por lo demás, ahora no sé cómo serás, ni dónde
vives, ni a que te dedicas, y ya no tengo amigos a quienes preguntar por ti.
Tal vez si nos cruzamos en la calle no te reconozca. Aunque lo más probable es
que nunca nos volvamos a encontrar más que en la tranquilidad de la noche, el
lugar donde el pasado, los miedos y las esperanzas dan lugar a los sueños. El
único lugar donde no existe el presente.